miércoles, 27 de febrero de 2013

Por qué lo llaman vocación cuando quieren decir aprueba

Los neopedagogos -lo aclaro para quienes, felices, desconozcan esta casta- son aquellos expertos en educación que orientan a los profesores de enseñanza primaria, secundaria y universitaria. Muchos no han pisado un aula de colegio o instituto en sus vidas. La experiencia es la madre de la ciencia; pero no de la nueva pedagogía.

En los últimos años, nuestra consejería de educación ha recrudecido la presión pedagógica sobre maestros y profesores. Los pedagogos y los políticos, en los media, y los inspectores, en colegios e institutos, corean su cantinela: "los profesores que mucho suspenden no motivan a sus alumnos y carecen de vocación". Muchos profesores, vecinos de la calle de la Amargura, se ven obligados a redactar informes autoinculpatorios, en un ingenuo intento de sortear el desahucio. Hablo de los profesores que suspenden "demasiado", claro; a los que aprueban a destajo se les concede la presunción de veracidad, la capacidad de motivación y la vocación de la que presuntamente carecen aquellos.

Pero, ¿qué se esconde bajo esta pedagógica llamada a la "vocación"?

Como toda secta, la neopedagogía es, organizativamente, una mafia; e, ideológicamente, una religión. De ahí que, muy religiosamente, los neopedagogos anatemicen la objetividad y autoproclamen su infalible autoridad.

Empecemos, como es buena costumbre, por el principio.

Anatemización de la objetividad

Los neopedagogos exigen a los profesores, literalmente, que crean en sus planteamientos y obvien las refutaciones de los hechos; que tengan fe en sus axiomas y desestimen las lecciones de la propia experiencia. Por ello, fundamentan sus críticas a los profesores en dos principios: la falta de vocación propia y la incapacidad de motivación ajena.

Se puede demostrar objetivamente si un profesor cumple o no con sus obligaciones profesionales; como se puede demostrar objetivamente si un alumno ha aprendido o no determinados contenidos o habilidades. Sin embargo, demostrar objetivamente si un profesor tiene vocación o carece de ella es tan imposible como demostrar si un alumno ha adquirido o no unas "competencias" que no han sido cuidadosamente concretadas [para conocimiento de los legos, los profesores debemos evaluar ahora "por competencias": autonomía personal, competencia en aprender a aprender, competencia en conocimiento e interacción con el medio, competencia social y ciudadana, etc. Sí: también yo ignoro el significado de tan tremebundos sintagmas...].

Asimismo, identificar la vocación con la profesionalidad es tan lógico como identificar el deseo de realizar algo con la capacidad de realizarlo. Todos somos, vocacionalmente, Isaac Newton y John Holmes. Pero muy pocos estamos bajo la manzana adecuada y sobre los atributos pertinentes.

Sigamos, ordenadamente, con el segundo punto.

Presupuesto de autoridad

Ya que el principio de la objetividad en la enseñanza hace colosalmente inútil la función del neopedagogo, este se ve obligado a desestimar esa objetividad, tildándola de tecnocrática y clasista (cuando no de facha). La alternativa estratégica es subjetivizar la función docente. Un profesor no es bueno cuando cumple rigurosamente con unas obligaciones y funciones objetivamente establecidas y objetivamente evaluables. Un profesor es bueno cuando tiene vocación y motiva a sus alumnos. Y tiene vocación y motiva a sus alumnos cuando se pliega a las instrucciones y pretensiones del neopedagogo, el inspector, el político o la familia (es decir, cuando los aprueba). 

Por todo ello, es comprensible la histérica aversión de neopedagogos, inspectores, políticos y (muchas) familias por cualquier medida que tienda a la objetivización de la función docente (estatuto docente, exámenes, reválidas externas, etc.). Cuanto más precisos y objetivos son los métodos de evaluación de profesores (y alumnos), más difícil es manipular esa evaluación en el sentido que convenga. 

Se entiende, también, que neopedagogos, inspectores, políticos y (muchas) familias desprecien las disciplinas concretas del saber. La cuestión no es que los alumnos aprendan matemáticas, inglés o química, pues ese aprendizaje sólo puede facilitarlo y evaluarlo el profesional de esas materias; la cuestión es que los alumnos y los profesores sean "competentes". ¿En qué, para qué y cómo? Según convenga a esos grupos de poder.

En suma: en la enseñanza, la profesionalidad (objetivamente evaluable) ha sido sustituida por la vocación y la motivación (necesariamente subjetivas e indemostrables). Y, en cuanto subjetivas e indemostrables, ¿quién es el Sumo Pontífice, el délfico Oráculo que dictamina quién posee o no esa vocación? Los neopedagogos, los inspectores, los políticos y las familias afectas quienes, investidos de una humptydumptiana autoridad religiosa, discriminarán a los fieles de los herejes. A los salvados de los condenados. A los que mucho aprueban de los que mucho suspenden.

Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga… Ni más ni menos.
–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda… Eso es todo.

lunes, 18 de febrero de 2013

Iguales

Antaño, se trataba al "superior" (el médico, el juez, el político) con el debido respeto y se trataba al "inferior" (el obrero, el campesino, la mujer) con impasible desprecio. Hoy, hemos acabado con el problema: tratamos al juez como antaño al tabernero; al arzobispo, como al hereje; a la profesora, como a la fulana. El igualitarismo no nos ha elevado hasta el mutuo respeto: nos ha hecho a todos, al fin, iguales en el desprecio.