Hace unos días, frente a un café, conversaba con otros profesores sobre los apocalípticos y los integrados culturales. Conversación que, como suele suceder en tiempos de hiperpolitización perezosa, acabó degradándose en asignación de etiquetas. Tras arriesgar yo un par de intervenciones, una chica me tildó de "elitista". [Nota a pie de vida: tiene alma de psicólogo quien te convierte en una relación de síntomas.
Tiene alma de puta quien te convierte en un puñado de dólares. Tiene
alma de poeta quien te convierte en un cúmulo de metáforas. Dime a qué conjunto me reduces y te diré qué eres.] Me coloqué mi etiqueta encantado y traté de argumentar lo que aquí sigue:
En tiempos pasados, muchos individuos cultos (en el sentido de
poseedores de una "cultura académica") despreciaban la "cultura
popular", al tiempo que veneraban acríticamente su propio universo
cultural. Aquello no era ninguna forma de elitismo: era, aparte de
miopía intelectual y espiritual, la máscara de una ideología clasista. Hoy, la tendencia general es la inversa: son los
defensores de la cultura popular quienes desprecian a los cultos
("académicos"), idolatrando su particular Weltanschauung. Se
trata de un clasismo a la inversa: un encono de ese
resentimiento social y cultural que ya diseccionó Nietzsche con su enfática agudeza. La propensión cultural de
nuestro tiempo -sostenía yo ante mi ojiplática e inabordable interlocutora- no es aquel clasismo "académico", sino
este clasismo populista. Ello no implica que el primero haya desaparecido; pero es obvio que ha sido sistemáticamente preterido por el segundo, más conforme con la cultura de las democracias de masas.
Intenté, a continuación, justificar mi apego al elitismo. No hubo manera. Se enfrió el café, pagamos la cuenta y nos despedimos etiquetados e irreconciliables.
Intenté, a continuación, justificar mi apego al elitismo. No hubo manera. Se enfrió el café, pagamos la cuenta y nos despedimos etiquetados e irreconciliables.
Me arriesgaré una vez más, esta tarde, a amargarles el café con otra reflexión apocalíptica que aspira a ser integradora. Pensaba, tras la susodicha conversación, que este
clasismo populista se manifiesta con especial virulencia en la ideología
igualitarista -que no debe ser confundida con la defensa de
la igualdad de oportunidades-: esa ingeniería
totalitaria de igualación social, sistemáticamente impuesta en las dictaduras de
todo pelaje. En nuestras democracias, la ideología igualitarista se insemina y desarrolla con
especial peligro y virulencia en el sistema educativo. Basta asomarse a la enseñanza primaria, secundaria y universitaria -especialmente tras el plan Bolonia- para hacerse una idea de ese planificado proceso de degradación cultural.
No se engañen. No
es que se haya adaptado el nivel de exigencia para aquellos alumnos incapaces alcanzar los estándares anteriores: se ha
rebajado el nivel para todos los alumnos. Una procustiana igualación a la baja que persigue, entre otros objetivos, el generalizado entontecimiento de los alumnos -futuros
ciudadanos aborregados- y una uniformización en la ignorancia a mayor
gloria y beneficio de la enseñanza privada y las oligarquías dominantes. Consecuencias: no sólo el nivel general de conocimientos está por los suelos, sino que casi ha desaparecido el grupo de alumnos "excelentes" (como demuestran los informes PISA: vean y vean).
En otras palabras: bajo la máscara ideológica de la "democratización de la cultura", del
"antielitismo", se ha alcanzado el objetivo propuesto: guillotinar la
posibilidad de que la sociedad se regule por la meritocracia del
talento. Porque el elitismo bien entendido es un sistema orientado a que, en cada ámbito
profesional, sean los aristoi, los mejores, los más talentosos -provengan de
la clase social que provengan- quienes desempeñen los cargos de mayor
responsabilidad. Y esa meritocracia del talento, exige -como
ya sabía Condorcet- una estricta política de igualdad de oportunidades.
Decía Ortega que resulta absurdo plantearse si es mejor o peor que una
sociedad sea dirigida por las elites, pues una sociedad sin elites no puede
existir. Precisemos: una sociedad que no está dirigida por sus
elites -por sus aristoi- está condenada a la
decadencia y la corrupción. Aclaro: no hablo sólo de
elites políticas. Es preciso que, en todos los ámbitos sociales, sean
las elites las que ocupen los puestos preeminentes (que los mejores
cirujanos, los mejores mecánicos, los mejores profesores, los mejores jueces... desempeñen su labor en los puestos acordes con su mayor talento).
Uno
de los problemas más graves a los que nos enfrentamos hoy es -discúlpenme el oxímoron- el
populismo democrático: esa corriente de resentimiento dirigida contra los más talentosos. Un resentimiento en el que coindicen los
oligarcas en el poder y el populacho, los dos actores de la servidumbre subvencionada. Unos y otros, por razones a la vez distintas y complementarias, tienen algo en común: el odio a la meritocracia del talento.
Una democracia digna
de ese nombre debe defender radicalmente dos principios: la igualdad
(de oportunidades) y la meritocracia (el elitismo bien entendido). Sencillamente, no podemos
desaprovechar el capital social que constituyen las elites. Vuelvo a
Ortega: la diferencia esencial entre el individuo noble y el
plebeyo no es la sangre o la cuenta corriente, sino que el noble se sabe imperfecto y se impone voluntariamente un camino de perfectibilidad, mientras que el plebleyo se considera ya
perfecto. Y es una tarea inexcusable preservar sin matices esa tendencia a la
perfección presente en tantos hombres y mujeres. Tendencia
que el populismo y el igualitarismo intentan ahogar; y que tantas veces
consiguen ahogar.
Postular la meritocracia no es defender los privilegios de una clase ya
establecida: es abogar por una política de supervivencia, justicia y perfeccionamiento
social; es proponer a los mejores -sea cual sea el criterio con que
definamos esa areté- como modelos ejemplares.
Malos tiempos para la pedagogía de la excelencia y las deudas de admiración.
Malos tiempos para todo lo que no sea contumaz estulticia, para cuanto se aparte del común sentido que debería caracterizarnos como especie presunta que quiere desligarse de su pasado primate -sin conseguirlo, claro-, y para el conocimiento, cualquiera que sea su cara, que intenta desprenderse del fetichismo falaz y pseudocientífico.
ResponderEliminarAristoi es vocablo extranjero en este país espurio, Francisco. Con eso debemos vivir.
Un abrazo.
Estimado Javier,
ResponderEliminarMás que de provenir de otros primates, damos la impresión de dirigirnos inexorablemente hacia ellos. Procuremos dar pasos en falso; pero hacia arriba.
Un abrazo.
Uff... como hiciste algunos comentarios interesantes en Politikon, te he rastreado hasta aquí y me encuentro con más elitismo que pretende ser bien entendido. Ser elitista no tiene nada de malo (esa etiqueta me la han colgado en no sé cuántas ocasiones); pero defender el elitismo es un principio completamente distinto. Si la sociedad es abierta y competitiva, el elitismo no existe y si hay elites es porque no es abierta y competitiva y, en consecuencia, no triunfa el mérito, sino el amiguismo. Sobre este tema he escrito algunas cosas académicas. Así, rápidamente, estas:
ResponderEliminarhttp://es.scribd.com/doc/31531937/Los-examenes-entre-1859-y-1880-libre
Esta conferencia va por las 2.000 lecturas, supongo, por lo tanto, que no es mala (perdón, la masa puede equivocarse).
Sobre meritocracia y sistema educativo en el siglo XIX, las conclusiones de:
http://books.google.es/books/about/Un_t%C3%ADtulo_para_las_clases_medias.html?id=KtFt-apnijMC&redir_esc=y
Finalmente, recordar que el "mérito" es una construcción social: no es objetivo y es muy difícil objetivarlo. De igual modo, jamás han existido "gobiernos de los mejores". Sobre la mala traducción de Aristóteles y su concepto de "aristrocracia" recomiendo los primeros capítulos de "El eclipse de la fraternidad" de Antonio Domenech.
Saludos cordiales,
Carles Sirera.
Ca
Hola, Carles.
ResponderEliminarHace días que dejaste el comentario; disculpa el retraso y la brevedad de la respuesta. No lo había leído hasta ahora y, precisamente ahora, tengo poco tiempo. Si lees la respuesta y hay ocasión, seguimos con este asunto (capital).
Sostienes que si la sociedad es abierta y competitiva no hay lugar para el elitismo. Me temo que entendemos el "elitismo" de forma distanta. El elitismo del que hablo en el artículo es la meritocracia que, como reitero en el artículo, precisa una política estricta de igualdad de oportunidades. Lo que es imposible en una sociedad abierta o competitiva es la perpetuación de las oligarquías.
Claro que el "mérito", como la "excelencia", como la "justicia", son construcciones culturales. Precisamente por eso, cada cultura tiene una idea bastante precisa de qué es el mérito en cada uno de los ámbitos sociales y culturales (deportivo, científico, profesional, intelectual, político). Cuestión distinta es que la "pinza" de oligarcas y populistas se empeñen en difuminarlo y oponerlo (demagógicamente) a la igualdad de oportunidades.
Una sociedad inteligente (y justa) es aquella que, entre otras cosas, incentiva el mérito. Esto es: premia a los mejores profesores, científicos o mecánicos. Y, pensando egoístamente, por pura conveniencia. Más nos vale que el cirujano jefe que debe operarnos sea de los más preparados; que el profesores que nos enseña en el colegio o la universidad sea de los más competentes; que el fontanero que atiende a una avería sea un verdadero profesional.
En España se confunde (muy astutamente) la igualdad de oportunidades con el igualitarismo. La igualdad de derechos con la igualdad de hecho. Así nos va.
Y gracias por los enlaces. Les echaré un vistazo en cuanto las pilas de exámenes vayan menguando.
Un saludo cordial.